miércoles, 7 de enero de 2015

LO PROPIO E IMPROPIO DE LO HUMANO


MAS ALLÁ DEL ESTADO POLÍTICO, LO MIO PROPIO: LA VIDA FELIZ

[…] Ser feliz, humanamente, es sentir, es estar expuesto al placer y el dolor, compañeros dialécticos del ser. De suerte que uno podría aislar uno de los elementos de la dialéctica del ser, entendiendo que se puede ser feliz detrás de la idolatría del dolor, del apólogo masoquista, del sufra para que viva eternamente después de su muerte o, viva la sensualidad por la sensualidad misma, correlato simplista del placer, que no hay otra vía para ser feliz, utilice, use y abuse de todo, el apólogo de lo ilimitado, el apólogo del todo vale, por tu felicidad.
Cualquiera de las dos vías son negaciones y reducciones que no garantizan la felicidad, más bien, la niegan y se catapultan a la extinción del individuo. Los términos de esa dialéctica del ser no pueden ser reducidos el uno por el otro; sin embargo, ninguno de los dos puede ser sin el otro. Ni un placer que haga caso omiso del dolor ni un dolor que destruya el placer de manera definitiva, incluso, podría arriesgarse que la íntima interdependencia de placer y dolor revela el enigma de ser en el mundo.
Esta dialéctica se encarna de múltiples maneras en nuestra cotidianidad y, en algunos casos, llega a espantar. Vivir y morir, diversión y aburrición, risa y llanto, mal y bien, entre otros, dicen de la dialéctica de ser. Empero, la mayoría de veces se cree que estos elementos se alternan y van dándose en la cadena temporal como sucesivos, dolor primero y placer después, o viceversa; mas la verdad es que se presentan como simultáneos, es decir, se vive y, en ese vivir, se patentiza la muerte, vivir muriendo, reír llorando, con lo cual se demuestra que los contrarios dialécticos se dan en lo uno y lo mismo.
Vivir es estar muriendo, es un evento natural que si bien no percibido, mucho menos aceptado, pues se niega a rajatabla, la idea de la muerte, de la cesación, se hace aterradora para la mayoría de los mortales; idea que presente en la cotidianidad no hace otra cosa que impedir vivir; es decir, ser feliz. La idea de la muerte como un evento que ha de advenir en un tiempo futuro, tiene la poderosa característica de angustiar, de fomentar el malestar y justifica las posiciones de algunos individuos que sostienen que vivir no tiene sentido porque tarde o temprano hemos de morir. Fatalismo que intenta mantener alejado lo que es inexorable; se hace de la muerte un evento extrahumano, un evento extraordinario, cuando no es otra cosa que uno de los eventos naturales presente desde el momento mismo del nacimiento.
Esta idea no permite que la felicidad se realice, pues, no hay tal, en medio de una preocupación constante por el porvenir. Podríamos sostener, sin ser pesimista, que el hombre moderno o postmoderno, es lo mismo, está enfermo y falto por una serie de ideas que lo ponen en prospectiva, que lo lían a lo que no ha sucedido o quizá no sucederá, vive en la intranquilidad del no saber o de un saber que no se cumple ante la imposibilidad de que aquello que cree sea.
Vivir en el mañana y sumarle la opinión común, esa que se repite sin cesar por doquier y no se soporta sino en la creencia, que no posee en su fundamento el conocimiento de las leyes de la naturaleza, que se dicen en una doble vertiente: leyes científicas y leyes del espíritu, las leyes del alma o psicológicas, es garantizarse el engaño y el error que se conjunta con los hechos objetivos, que interpretan mal en la medida que niegan la existencia de lo objetivo y le recubren con imaginarios allí en donde lo objetivo desnuda y denuncia la existencia humana en su condición de efímero.
En consecuencia, la prospectiva fijada en el mañana, la opinión falaz y el escepticismo son ideas y posiciones que no permiten al individuo alcanzar la felicidad, toda vez que ellas desdicen abiertamente de la condición necesaria para alcanzar la felicidad y no dejarla solamente en el plano de los ideales no realizables; es decir, desdicen de la libertad. Ellas enajenan, ellas entorpecen la ampliación del horizonte, obnubilan las relaciones con el semejante y en última instancia mantienen al individuo en un estado de constante incertidumbre. La incertidumbre, la sospecha, la angustia y la mezquindad de la envidia conducen directamente a un nihilismo desesperanzado en la potencialidad de lo humano y a la increencia en la sociedad de avanzar hacia lo mejor.
El hombre se engaña a sí mismo y engañándose engaña a los demás, hace de su ficción una verdad ignara que le catapulta al mundo de los excesos del poder, fijan la ansiedad como estándar de una época, divinizan el dinero haciéndolo todopoderoso en la tierra, hacen de la angustia el promotor de la locura contemporánea, y asegura la queja, eterna, que reclama por justicia para aquel queen su desgracia no hizo nada diferente en su vida que sufrir.
Nada de esto es propio de lo humano, todo esto deviene del exterior que determina el cómo se ha de vivir y el qué se ha de alcanzar para ser feliz. Determinación exterior que, a su vez, niega lo que precisa en su determinación. El colofón, de lo no propio del individuo, lo entrega al mundo del vicio, de la imprudencia excesiva, a los riesgos inmoderados que se habilitan, en última instancia, en la creencia de la inmortalidad. Desarrollemos un tanto esta tesis. Solamente cuando se tiene en el horizonte la existencia de la inmortalidad, de una inmortalidad que nos aguarda en el más allá, puede un individuo entregarse al mundo de los excesos y a la búsqueda, sin cuartel, del placer que linda con la muerte y se asocia al dolor de manera directa.
De no creer en la inmortalidad, dada en el más allá, no resta sino comprender que la vida es una opción que no tiene postergación, que ella es ahora y aquí, que solo se puede inmortalizar aquello que se hace para otros desde la actualidad del acto. Que el vicio atenta directamente contra el compuesto, contra la bioquímica del cuerpo y contra la distensión del alma. La inmortalidad, necesariamente, se liga a los otros, a la memoria de los otros que trasciende la tiranía de la cronología; para poder que este inmortalizarse se dé, urge de la relación con el semejante, exige del lazo social y de la philia, de la amistad que intercambia afectos, de esa amistad en donde la comunicación es descarga efectiva de lo displaciente y acicate de la existencia en un tiempo que se hace un instante.
La comunicación amistosa posee y genera, en sí misma, lo que otros buscan por fuera del lazo y de la relación al semejante, ella entrega la paz interior, ella hace que la libertad no sea algo imposible sino algo vivido en el respecto y la solidaridad. Tenemos, entonces, que para alcanzar la felicidad en la contemporaneidad se urge por lo menos de tres cosas, a saber: la primera de ellas es luchar abiertamente contra el escepticismo y el nihilismo propios de una época que no encuentra sosiego en nada y propone como opción la nadería; segundo, una convicción sin parangón en la realización de la libertad bajo el mandato de libre elección gobernada desde la voluntad, sin desdecir de la existencia de fenómenos y hechos que no alcanzan a ser dimensionados desde el sí mismo y, tercero, una fe insoslayable en la amistad, en los otros, que produce la confianza en la especie y la sociedad misma.
La ecuación: libertad por la voluntad + amistad y confianza + certeza de la existencia, arrojan como producto: la felicidad como tranquilidad del alma, como distensión del alma y seguridad en la tarea de vivir. Esta ecuación no tiene sino un problema, quizá el más difícil de trabajar, pues resulta que a ella solo se llega detrás de la condición, no negociable, del conocimiento, de la reflexión en la otredad, de la reflexión en la mismidad, en la reflexión objetiva de lo radicalmente otro, el mundo; exige de la ampliación del lenguaje, exige de la riqueza que aguarda el trabajo con los conceptos y la experiencia de lo animado e inanimado.
De no cumplirse con esto, podría decirse que el individuo aguarda y confunde lo que es divertido con la felicidad, espera el milagro del cambio siempre decantado del lado de los otros, no hace nada, cae en el nihilismo pasivo y entrega su ser a la discreción de lo exterior. No tiene dominio sobre sí y su sorpresa está del lado de su desconocimiento esencial de ser. Este individuo, este nihilista pasivo, no se posee, como lo más propio de sí, este ser hace del tener su motivo, su finalidad; para él vivir feliz es tener sexo, dinero, poder, consumir y exhibir; en una palabra, hace de la felicidad un ejercicio del sentir, de la sensación en lo exclusivo. De otra parte tenemos, también, al contrario de éste, quienes se entregan al desprecio del cuerpo, de los despreciadores del cuerpo, como recuerda Nietzsche en su Zaratustra, y se entregan a la sospecha de lo terreno y la creencia de lo salvífico en el más allá.
 Cara y sello del mismo nihilismo: Vivir desde lo que entrega la sensación es vivir en lo irracional, pues ella es irracional por definición, por acción y por principio; el dato inmediato no permite el juicio pausado que realiza el concepto de universal. Ahora, no todo concepto universal generado en el desprecio de la sensación, puede explicar lo que se vive en el orden de lo singular. El cuerpo presta su unicidad al sentir, al sentir del ánima, del alma, y ésta es la que da sentido, desde el concepto y el juicio, a la sensación, al mundo de los sentidos.
Doble sensibilidad humana que no posee sincronía, y es en esta no sincronía en donde reside la posibilidad de ser feliz a pesar de la existencia del sentimiento de dolor, a pesar del dolor que implica la corrupción del cuerpo, de la enfermedad. Ahora bien, se pueda desde la voluntad no negar, pero sí aceptar la existencia de éstas como manifestaciones, eventos naturales, que pueden ser combatidos desde la voluntad, desde el recuerdo, desde la memoria de aquello que se vivió antes de lo presente doloroso. Hay, pues, límites y este límite es la garantía de que todo pasará. Sentencia nacida en la experiencia, de la historia y psicología de los vivos y los muertos: TODO PASARÁ.
Para terminar, recordemos que no puede pensarse el ser feliz sin la presencia del placer, no puede hacerse uno a la idea que se pueda ser feliz sin el sexo, sin los placeres del gusto, sin los placeres que producen bienestar al cuerpo, sin esos placeres del oído que seducen suavemente; sin embargo, estos placeres deben ser vividos con la mesura y la prudencia del que se sabe mortal.
No es sin los placeres que se puede ser feliz, mas, la finalidad de la vida no estriba en ellos, no es el sexo ni la bebida ni la comida ni la sensualidad por la sensualidad, sino el razonamiento reposado sobre sí mismo y la confianza en la amistad libertaria lo que hace feliz al individuo que realiza su ser. Vivir es ser feliz, no esperar al mañana, conocer y servir para servirse y mantener la distensión del ánimo, la ataraxia del alma que libera del temor y mirar el horizonte sintiendo la vibración del color y el calor de la naturaleza.


Juan Manuel Uribe Cano
Filósofo, Universidad de Antioquía
Ilustraciones: Victor Mathieux

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