sábado, 13 de diciembre de 2014

LA DICTADURA DE LA FELICIDAD


  

DESEO, NECESIDAD, DEBER

Los sociólogos del consumo (Baudrillard, Bauman, Alonso y Callejo, Featherstone, Lasch) definen el  consumo y el consumismo, como dos etapas consecutivas. Por consiguiente, el paso de la sociedad de consumo a la de consumismo ‒ lo que el sociólogo inglés Colin Campbell describe como revolución consumista ‒ se produce cuando el consumo se sitúa en el centro la vida de las personas, convirtiéndose en el principio y propósito de la economía de la relaciones humanas.Por lo tanto, mientras el consumo es un rasgo de cada individuo, el consumismo es un atributo de la sociedad. En cuanto a la conformación del  consumidor, Alonso y Callejo diferencian distintos tipos según el período histórico, desde el original y puritano  consumidor neoclásico, pasando por el voraz e inconsciente consumidor opulento, hasta llegar al actual consumidor fragmentado y segmentado. 

A pesar de que la idea de  consumir evoca la intención de satisfacer necesidades o deseos, la sociología del consumo muestra cómo en el orden de consumo es el propio sistema el que produce las necesidades. Siguiendo la  teoría de Baudrillard, podemos sistematizar en el siguiente esquema las líneas generales sobre las que se establece la economía de consumo y la consecuente producción de necesidades: 
                                                       Orden de producción 
                                                                   ↓ crea 
                                                 La máquina/fuerza productiva 
                                                                   ↓ produce 
                                      El capital / fuerza productiva racionalizada 
                                                                   ↓ produce 
                             La fuerza de trabajo asalariada, abstracta, sistematizada 
                                                                   ↓ produce 
                                                 Las necesidades del sistema 

 Observamos aquí cómo las necesidades,  explicadas en términos de dinámicas sociales, son el resultado y no el origen del proceso económico. Asimismo el hecho de que estén insertas en los productos hace imposible saber si se trata de necesidades reales o falsas. En este sentido, Ibáñez define  la necesidad como un «concepto puntual y susceptible de ser satisfecho», es decir, fisiológico. A nivel social de organización de la materia, el objeto de necesidad no es parcelable ni alcanzable, por lo que las necesidades y los objetos son sustituibles. En consecuencia, señala el autor, debemos hablar de una lógica del deseo y no de una lógica de la necesidad, deseo que se define por su carácter inconsciente y alienado, fundamentalmente por ser el deseo del otro. Ahora bien, si el consumo depende del deseo, entonces se trata de una actividad estrictamente individual, de manera que, como señala el sociologo estadounidense Christopher Lasch, la única salida que le queda al consumidor es la del narcisismo. Abandonada la esperanza de mejorar su vida de un modo significativo, el consumidor postmoderno se convencerá de que lo que de verdad cuenta es mejorar el propio estado psíquico, así las decisiones de consumo ocuparán progresivamente un lugar mas importante en la construcción de identidades sociales.

Alonso y Callejo añaden un elemento más a esta interpretación:el consumo como deber. El problema más allá de la conceptualización de las necesidades es que, según ellos, hay conductas de consumo de las que la gente se avergüenza e intenta justificar, reconvirtiéndolas en términos de  necesidad. Se trata, en definitiva, de conductas de consumo motivadas por la envidia, el oportunismo, el interés o el honor, en resumen, por la necesidad  de diferenciarse. De ahí  que la satisfacción nunca se complete y la necesidad no pueda ser definida. Siguiendo esta propuesta, el consumo no tendría nada que ver con  la satisfacción de necesidades sino con la obligación social de consumir. 
Si el consumo nos clasifica y clasifica también al clasificador, como una práctica clasificatoria y no sólo un principio clasificatorio, es lógico que Bourdieu lo inscriba en la lucha de clases, dando especial importancia al poder simbólico de los signos. Así, el poder simbólico de los bienes en la sociedad de consumo no se expresa sólo en su diseño, producción y comercialización, sino también en las asociaciones simbólicas que pueden variar y renegociarse con la finalidad de distinguir relaciones sociales. Este poder simbólico se manifiesta, según Bourdieu, en todos los aspectos de nuestro cuerpo: la voz, la postura, la expresión facial, la vestimenta… la clase está así «encarnada» en lo que él denomina habitus:  Estructura estructurante, que organiza las prácticas y la percepción de las prácticas 
(…) es también estructura estructurada: el principio del mundo social es a su vez producto de la incorporación de la división de clases sociales. (…) Sistema de esquemas generadores de prácticas que expresa de forma sistémica la necesidad y las libertades inherentes a la condición de clase y la  diferencia constitutiva de la posición, el habitus aprehende las diferencias de condición, que retiene bajo la forma de diferencia entre unas practicas enclasadas y enclasantes (como producto del habitus), según unos principios de diferenciación que, al ser a su vez producto de estas diferencias, son objetivamente atribuidos a estas y tienden por consiguiente a percibirlas como naturales (Bourdieu, 1988:170-1)

Esta definición nos permite entender la sociedad de consumo como una forma global en la que los individuos y la sociedad viven en un imaginario colectivo. Una cultura que utiliza imágenes, signos y bienes simbólicos que, evocando deseos y fantasías, prometen autenticidad romántica y satisfacción emocional en la complacencia narcisística del propio individuo. A estos mundos oníricos, fuera de la realidad, del tiempo y del espacio, el sociólogo estadounidense Fredric Jameson los denominó  intensidades, es decir, lugares donde se produce una ruptura entre los significantes y el tiempo, dando lugar a un presente permanente, o como lo define Mike Featherstone un «estado de convalecencia o ebriedad», donde el «convaleciente», al igual que un niño, está  poseído en la facultad de interesarse vivazmente por las cosas, observándolo  todo en un estado de novedad. Son los mundos oníricos que Walter Benjamin describía en su análisis de las grandes tiendas y galerías comerciales  de las grandes ciudades desde siglo XIX donde, evocando sueños, los objetos aparecen separados de sus contextos, como en una visión caleidoscópica.  

Desde esta perspectiva el consumidor vive, o debe vivir, en una felicidad permanente, en una dictadura de la felicidad. Por lo tanto, la sociedad de consumidores es quizá la única en la historia humana que promete felicidad en la vida terrena, felicidad aquí y ahora, y en todos los ahoras siguientes, de manera instantánea y perpetuamente. Es también la única sociedad que se resiste a justificar o legitimar algún tipo de infelicidad, se niega a tolerarla y la convierte en una abominación que debe ser ocultada.  

  
Esta promesa de felicidad y de satisfacción permanente mantiene su poder de seducción siempre que los deseos estén insatisfechos, mientras el consumidor se mantenga en la búsqueda de esa gratificación. El deseo insatisfecho de las promesas incumplidas mantiene las expectativas de una vida feliz, la promesa de la satisfacción se conserva así gracias a la seducción de  la insatisfacción. De esta manera, el consumidor es un ser fundamentalmente  hedonista y amnésico, y su principal atracción vital es la oferta de una multitud de nuevos comienzos y resurrecciones (Baudrillard). 
Este modelo se sustenta, señala Bauman, gracias a «la superación de la oposición entre el principio de placer y el principio de realidad». Mientras Freud o Elias, en sus trabajos sobre el proceso civilizatorio, coincidían al considerar el nacimiento del yo moderno como el resultado de una internalización de represiones y restricciones externas, en el orden de consumo la superación de la barrera entre placer y realidad es definido como un ejercicio de libertad y autoafirmación. En este sentido, Bourdieu habla de «la sustitución de la coerción por la estimulación», es decir, los patrones de conducta obligatorios son reemplazados por la seducción, la vigilancia de comportamiento por las relaciones públicas y la publicidad, y la regulación  normativa por el surgimiento de nuevos deseos y necesidades. Desde esta perspectiva, el principio de placer y el principio de realidad se invierten, de manera que en caso de conflicto entre ambos, asegura Bauman «probablemente será el  principio de realidad el que se vea forzado a retroceder, autolimitarse y hacer concesiones al placer». 

Resumiendo, el consumo es una producción simbólica porque depende de los sentidos y valores que los grupos sociales dan a los objetos y las actividades que lo conforman. Se trata, como señalan Alonso y Callejo, de un campo de luchas por la significación de los sujetos sociales, que arranca del dominio de la producción pero que no la reproduce mecánicamente sino que, con una cierta autonomía, produce y reproduce poder, dominación y distinción.  Es en este orden donde se crean y estructuran gran parte de nuestras identidades y formas  de expresión relacionales, razón por la cual el consumo puede sustituir por sí solo todas las ideologías y a la larga, como señala Baudrillard, «asumir la integración de toda una sociedad, como lo hicieron los ritos jerárquicos y religiosos en las sociedades primitivas». 


Elena Burgaleta Pérez
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID (UCM) 
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIOLOGÍA 
Articulo completo: http://eprints.ucm.es/13974/1/T33450.pdf


Fotografías: Mohanad Shuraideh

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