martes, 23 de diciembre de 2014

LA LOCA DEL BARRIO


Donde nací no pasaba nada. Era una ciudad pequeña de un país pequeño con asuntos pequeños. Mi barrio era un barrio más, con edificios demasiado altos como para jugar en la calle. Un edificio alto en esa época tenia diez pisos. Desde entonces las cosas han cambiado algo y algunos personajes de entonces han desaparecido. Yo ya no vivo allí  pero mis recuerdos mantienen vivas a dos personas que rompían esa cosa insulsa que era mi barrio.
Habia un niño que se llamaba Carlos, tendría unos trece años y síndrome de Down. Lo veía todos los dias volver de la escuela con su túnica blanca, impecable, y la escarapela al revés. Tenia la cara redonda como luna llena y ojeras de quien no ha dormido en siglos. Cuando veía una niña se sonreía, sacaba su enorme lengua para afuera como un perro sediento y se tocaba la verga. Incluso sin terminar de comprender qué ocurría, éramos presas de una fuerte incomodidad que ocultábamos con una risita nerviosa. Pero Carlos creció, o nosotras crecimos, y alguno de nosotros le perdió el rastro al otro quedando en el recuerdo como una imagen que rompía el paisaje cotidiano y nada más.

Hubo otra persona que marcó mi infancia, cambió tal vez mi forma de ver el mundo, haciendo del final de mi niñez un lugar menos tranquilo. Era “la loca del barrio” así la llamábamos. La veíamos a cualquier hora, yendo y viniendo quién sabe de dónde (nadie sabia dónde vivía) con una bolsa cosida de hilos de nylon llena a su vez de bolsas vacías y algún que otro pan viejo. Siempre con los mismos zapatos rojos de plataforma, viejos, tan altos como los edificios de mi barrio, parecidos a los que guardaba mi madre en un cajón del armario de sus épocas de juventud. Caminaba torcida hacia la izquierda, como si estuviese a punto de caerse a cada instante. Los mismos zapatos en invierno y en verano y medias can can con agujeros.


En mi inocencia me preguntaba si no tendría frió, inconsciente entonces que hay fríos que no dependen de la cantidad  de ropa que una lleve puesta. Su atuendo era una mezcla entre gitana y prostituta, de colores vivos, siempre de falda. Llevaba el pelo revuelto, como si la hubiese agarrado un tornado, y los labios embadurnados con un rouge carmesí más ardiente que el fuego mismo. Su cercanía cuando me la cruzaba, me producían miedo y curiosidad; algo en ella me llamaba la atención, me atraía sobre manera, llevándome a cuestionar qué cosas hacen que una mujer pase a estar más allá de todo lo que y0 conocía como normal. Fue tal vez ésa la primera vez que me pregunté qué es normal, ¿Quién lo define? ¿Quién lo nombra? ¿Era yo tal vez loca sin saberlo? ¿Sabia ella que lo era? Parecía vivir en un mundo al que sólo ella tenia acceso. ¿Cómo no la atropellaban al cruzar la calle si nunca miraba por dónde iba?

Un día volvía a casa y la vi. Venia en dirección contraria a la mía. Me llené de coraje, la miré a los ojos, me sonreí y la saludé con un tímido “hola”. Me miró sin comprender pero se acercó, como si necesitara comprobar mi existencia. Sonrió y alzó una mano, creo que quiso acariciarme una mejilla. Y no pude…un repentino temor se apoderó de mi y me aparté unos pasos hacia atrás; tenia un fuerte olor mezcla de perfume y orina. Me sentí cobarde, senti pena por mi y por ella. Entonces se dio la vuelta y retomó sus pasos. Quise ir tras ella, disculparme, pero mis pies no respondieron. Quise gritar su nombre pero no sabia su nombre. Desde donde estaba parada con mis pies pegados al asfalto, confundida ante mi torpeza, pude escuchar que murmuraba, casi cantaba, una vieja y conocida canción de cuna.


Maia Losch Blank
maiablank@gmail.com

Fotografías: Jocelen Janon

No hay comentarios:

Publicar un comentario