viernes, 19 de diciembre de 2014

INDIVIDUALISMO: 

LIBERTAD E INCOMODIDAD A PARTES IGUALES


Llegamos al punto esencial de la búsqueda de la felicidad. El paradigma personal, afectivo y relacional. Por más consumistas que seamos, esto no significa que pongamos las cosas por delante de las personas. Todas las encuestas lo confirman: lo que más valoramos es la familia, la pareja y los hijos. A continuación el trabajo, los amigos, las relaciones sociales, el ocio y demás (Centro de Investigaciones Sociológicas, 2008b). Es  decir, seguimos estimando, por encima de todo, los aspectos relacionales de la vida. 
Sin embargo, una parte muy importante de los mismos ha cambiado mucho en poco tiempo. En concreto los que hacen referencia a los vínculos comunitarios. Hoy día todo encuadramiento colectivo parece caduco y pocos son los que abogan por visiones colectivas de los problemas humanos. Ya no hay lucha de clases, ni ideologías salvadoras y plenipotenciarias. La disciplina social impuesta por la familia, la tradición, el partido, el sindicato, la clase social, la nación, la moral o la iglesia ha desaparecido. Hoy el estilo de vida es más optativo que nunca. Se pretende vivir a la carta. Pertenecemos a multitud de clubs y asociaciones, pero ninguno nos da identidad definitiva.

La sociedad tradicional y moralista era restrictiva, pero enmarcaba los deseos y por lo tanto limitaba las frustraciones. Hoy día somos más libres, pero tenemos más posibilidades de sentirnos decepcionados. Somos más exigentes, más reflexivos, más “yo”, pero también más propensos a la incomodidad, la frustración y el desencanto. Hemos ganado cotas de libertad en todo, pero, por el contrario, también nos podemos sentir, en un momento dado, más solos y menos sostenidos por el entorno. Y ante la vida, ante sus placeres y sus infortunios nos sentimos solos, dependiendo únicamente de nosotros mismos y nuestras decisiones y aptitudes. Cada vez hay más gente que vive sola, ancianos, divorciados y jóvenes. De ahí la abundancia de las citas por Internet y los chats .

Los antiguos referentes no nos sostienen, o al menos no del mismo modo a como lo hacían antaño. La familia, por ejemplo, es cada vez más reducida, dispone de menos tiempo para compartir, los abuelos están fuera de casa –en la residencia o de crucero–, y los hijos pequeños están atareados con sus labores escolares y extraescolares. En el ámbito de la pareja se multiplican las experiencias amorosas y esto permite una mayor libertad de elección, pero los compromisos son volátiles, abundan los finales rápidos. Las decepciones son abundantes en tanto en cuanto se aspira al eterno amor romántico. No es que nos decepcionemos más que antes, es que nos desengañamos más a menudo. Y en el trabajo, abundan la precariedad, los salarios bajos, las titulaciones que no sirven, el techo de cristal y los ascensores sociales averiados. La profesión, para muchos, ya no es seña de identidad. El resultado de todas estas circunstancias es que vivimos en la era de la autoconstrucción del yo. Somos los únicos responsables de nosotros mismos. Y en este mundo de capitalismo feroz y veloz, de cuerpos jóvenes y delgados, y de individuos librados a su suerte, esto no es nada fácil.

BREVE CRÓNICA DE LOS PSICOMALESTARES MODERNOS
                                                                                      Consumimos más, poseemos más bienes materiales y de servicios, tenemos la última tecnología y vivimos de modo muy autónomo. ¿Se acompaña todo ello de un mayor bienestar psíquico y físico? ¿Es nuestra vida más satisfactoria? Los datos indican que no. 
Lo que sucede es lo siguiente: vivimos mejor, pero más solos (cese de sistemas comunitarios de soporte); el consumo se nos aparece como el gran dador de bienestar (pero suele frustrar o dar menos de lo que parece); y la tecno-ciencia promete todo tipo de mejoras (con pocos resultados visibles). Se podría argumentar, quizá, que lo que pasa es que nos quejamos más que antes porque somos más exigentes. En realidad, no se trata de que seamos más exigentes o intolerantes a la frustración que hace unos años, se trata de que nos hemos creído el mensaje de que esta vida puede ser una auténtica maravilla gracias al consumo, a la tecno-ciencia y a ser nosotros mismos. No somos como niños exigentes de por sí, somos como niños a los que se les ha prometido mucho y que reciben poco: se indignan. El resultado es que todo esto no nos hace más felices. Y muchos se sienten infelices e insatisfechos. 

Como antes señalamos, todas las encuestas, más allá de la crisis actual, muestran a la población razonablemente satisfecha con su vida. Y, sin embargo, parece que vivimos en una época donde el malestar de todo tipo es una epidemia. Por ejemplo, en la Encuesta Nacional de Salud (Ministerio de sanidad y Consumo, 2006) se dice que el 14.7% de 
los españoles padece depresión, ansiedad u otros trastornos mentales. Se afirma también que el 21.3% de la población mayor de 16 años está en riesgo de padecer algún trastorno mental. En concreto el 15.6% de los hombres y el 26.8% de las mujeres. Si bien, el 70% de la población afirma estar satisfecho o muy satisfecho con su salud. En Cataluña: según datos del Consell Assessor de Salut Mental de la Conselleria de Salut de la
Generalitat, el 30% de los pacientes atendido en atención primaria tiene algún problema de salud mental (Infocop online, 2008). El problema más frecuente es la depresión y le siguen los trastornos de ansiedad y las adicciones. 

LOS MALESTARES PSICOLÓGICOS EN LA SOCIEDAD DEL BIENESTAR

Según la Organización Mundial de la Salud (2009), la depresión será el tercer problema de salud más importante en el mundo, afecta a un 15% de la población mundial. Y, además, aparecen nuevas patologías, aunque mejor deberíamos hablar de nuevas demandas: algunos casos de adicciones a Internet, al teléfono móvil, al juego, a las compras, al sexo y demás; supuestos trastornos nuevos: como el síndrome de fatiga crónica y la fibromialgia o síndromes como la vigorexia o el síndrome postvacacional.
¿Qué está pasando? Una explicación simplista tipo: “La sociedad nos vuelve locos, la gente es más sensible”, no nos resulta suficiente. Está pasando lo que siempre ha pasado: que la sociedad modela los malestares de todo tipo. En la Edad Media, muchos se sentían poseídos por el diablo. En la Viena de Freud, abundaba la histeria; y hoy día hay lo que hay debido a la sociedad que tenemos. ¿Y qué tenemos nosotros, por 
encima de casi todo?: el mercado. Ante tanto insatisfecho no se puede dejar escapar una oportunidad de negocio tan enorme. Hoy día hay una comercialización de la infelicidad cotidiana que requiere para sus propósitos (comerciales) que se definan y diagnostiquen como trastornos y/o enfermedades cosas que no lo son: la tristeza, el miedo, la timidez, la indisciplina infantil, el fracaso escolar, el cansancio, la intranquilidad, el estrés, la ansiedad, el aburrimiento, etc. Esto hace aumentar la nómina de nuevos enfermos. Sin embargo, sabemos que hasta una cuarta parte de los pacientes que acuden a un centro de salud mental no padecen trastorno alguno diagnosticable como tal. Veamos cómo se da este proceso que se articula en tres momentos sucesivos:

1. El mercado crea marcas y las ciencias sanitarias adoptan, a veces, 
los diagnósticos como si fuesen marcas, como el etiquetaje de un 
producto. Los duelos son depresiones, incluso pueden llegar a ser 
un trastorno con entidad propia en el próximo DSM;  la timidez: 
fobia social; los niños y adultos inquietos padecen trastorno de la 
atención; las disfunciones: son enfermedades.

2. En el mercado la marca y el envase son, a menudo, más importantes 
que el contenido. En lo que nos atañe, esto representa que la novela 
vital del paciente desaparece en las consideraciones de su malestar. 
Sólo se tiene en cuenta el envoltorio sintomático, el diagnóstico, es 
decir, el lazo con el que va envuelto el sufrimiento.

3. El mercado se mueve con rapidez y con urgencia, buscando la satisfacción, el alivio inmediato. Se pierden espacios para la reflexión, el cuestionamiento o el encuentro social: nos entregamos al fármaco. El malestar se medicaliza y desvitaliza.


De ahí que nuestra cultura actual fomente la medicalización, la psicologización, y la psiquiatrización de la existencia. O de algunas existencias que se encuentran parcial, o totalmente, atoradas en su búsqueda de la felicidad. Muchas de las nuevas demandas que hemos relatado pueden ser realmente trastornos, pero, en la mayoría de ocasiones, no serán alteraciones dignas de tal categoría sino quejas y discursos de malestar medicalizados, psicologizados y psiquiatrizados. Lo que, dicho sea de paso, no les resta un ápice de realidad sanitaria. 

Antoni Talarn 1Anna Rigat 2 Xavier Carbonell 3
Universitat de Barcelona
CDIAP Garrotxa i Olot
Universitat Ramon Llull


Articulo completo:
FotografíasHans Findling

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