miércoles, 7 de enero de 2015

DE ILUSIONES TAMBIÉN SE VIVE


Antropología del cerebro: determinismo y libre albedrío
En el verano de 1930 Albert Einstein tuvo una reveladora discusión con Rabindranath Tagore. El gran místico hindú se empeñaba en encontrar en el universo un espacio para la libertad, y creía que el azar a nivel infinitesimal, descubierto por los físicos, muestra que la existencia no está predeterminada. Seguramente se refería al principio de incertidumbre de Heisenberg, que también fue llamado principio de indeterminación. 
Einstein sostenía que ningún hecho permitía a los científicos hacer a un lado la causalidad; y que en el plano más elevado se puede entender cómo funciona el orden, mientras que en los espacios diminutos este orden no es perceptible. Tagore interpretó esta situación como una dualidad contradictoria radicada en lo más profundo de la existencia: la que opone la libertad al orden del cosmos. El físico negaba la existencia de esta contradicción: aun los elementos más pequeños guardan un orden. Einstein decía que todo lo que hacemos y vivimos está sometido a la causalidad, pero reconoció que es bueno que no podamos verla.

En una carta al mismo interlocutor, Einstein hizo unas afirmaciones que han sido citadas con frecuencia por los deterministas. Dijo que si la luna fuese dotada de autoconciencia estaría perfectamente convencida de que su camino alrededor de la tierra es fruto de una decisión libre. Y añadió que un ser superior dotado de una inteligencia perfecta se reiría de la ilusión de los hombres que creen que actúan de acuerdo a su libre albedrío. Aunque los humanos se resisten a ser vistos como un objeto impotente sumergido en las leyes universales de la causalidad, en realidad su cerebro funciona de la misma forma en que lo hace la naturaleza inorgánica.

Las diferencias entre Tagore y Einstein simbolizan dos grandes formas de abordar el problema de la libertad. El primero, como muchos religiosos, trató de aprovechar lo que parecía un resquicio abierto por los físicos para colar la idea de la indeterminación. A muchos les pareció que el principio de incertidumbre de alguna manera podía significar que los electrones gozaban de «libertad» y que se escapaban de la cadena causal. Esta visión ha influido incluso en científicos tan importantes como John C. Eccles, que propuso explicar la subjetividad mediante la presencia de unos «psicones» que supuestamente funcionarían en la mente de forma similar a los campos de probabilidad de la mecánica cuántica.

La actitud de Einstein ha influido en quienes suponen que el libre albedrío, como una propiedad de la conciencia humana, es una mera ilusión. El cerebro estaría cruzado por cadenas causales empíricamente comprobables en las que habría una conexión entre pensamientos y acciones. La idea de que la conciencia, actuando libremente, es la causa de las acciones sería en realidad una ilusión. El libre albedrío es visto, desde esta perspectiva, meramente como una sensación construida por el organismo y no como una indicación directa de que el pensamiento consciente ha causado la acción, como lo ha formulado Daniel Wegner. Según este psicólogo de Harvard la gente cree equivocadamente que la experiencia de tener una voluntad es en realidad un mecanismo causal. 

Quienes creen que existe el libre albedrío se equivocan de la misma manera en que erraban los que pensaban que el sol daba vueltas alrededor de la tierra. Reconoce que filósofos y psicólogos han pasado vidas enteras tratando de reconciliar la voluntad consciente con la causalidad mecánica. Este problema se expresa como la contraposición entre mente y cuerpo, entre libre albedrío y determinismo, entre causalidad mental y física o entre razón y causa. La mente, según Wegner, produce sólo una apariencia, una ilusión continua, pero en realidad ella no sabe lo que causa nuestras acciones.

La fuerza del argumento determinista proviene de una idea simple: vivimos en un universo donde todos los acontecimientos tienen una causa suficiente que los antecede. Así, si todo evento está determinado por causas que lo preceden, ¿por qué los actos conscientes serían una excepción? Tradicionalmente la idea de «excepción» era explicada por argumentos no científicos, religiosos o metafísicos. Se suponía un dualismo fundamental, lo que implica la existencia de instancias no físicas, espirituales, capaces de actuar sobre el mundo físico. Así, se suponía la presencia de un misterioso agente -el alma- con poderes causales sobre la materia orgánica. Los científicos, con toda razón, rechazan este argumento. 

Sin embargo, se mantiene un problema: la intuición de gran parte de los hombres sostiene la creencia de que los individuos son capaces de decidir libremente; y la civilización moderna se ha construido sobre la base de una aceptación universal de la responsabilidad que tienen las personas de sus actos, tanto para ser premiadas como para ser castigadas. Un complejo, ramificado y sofisticado conjunto de instituciones sociales, políticas y culturales se ha erigido como un inmenso edificio cuyos cimientos, supuestamente, serían una mera ilusión, sin duda útil pero a fin de cuentas una construcción elaborada por nuestro cerebro.

Esta línea de pensamiento lleva directamente a la conclusión de que aunque la libertad es una mera sensación, es, sin embargo, una ilusión útil. Es ventajoso creer que las personas deben recibir premios y castigos orientados por una ilusoria determinación de merecimientos. Es útil la sensación de autoría que se percibe al actuar intencionalmente. La ilusión sirve también, piensa Wegner, para ordenar el rompecabezas causal que nos rodea. Además, se puede comprobar empíricamente que quienes creen en el libre albedrío son más eficientes. Al pensar en su ardua defensa de que el libre albedrío es una ilusión muy útil y reconfortante, uno acaba preguntándose si, a partir de estas premisas, lo mejor no sería más bien optar por el silencio: ¿para qué revelar que estamos atados a una cadena causal determinista si la ilusión es tan benéfica? 

La única ventaja que obtenemos al disipar la ilusión -según Wegner- es la paz mental que supuestamente nos invade cuando aceptamos resignadamente nuestro sometimiento al determinismo, en lugar de luchar denodadamente por el control. Esta alternativa, propia por ejemplo del budismo Zen, se propone renunciar a nuestra pretensión de controlar intencionalmente la cadena causal. Pero enseguida Wegner se percata de que acaso no sea posible renunciar intencionalmente a la ilusión de intencionalidad. Ha caído en una curiosa contradicción.

Otra vertiente de la idea de que el libre albedrío es una ilusión se expresa en la idea de que en los humanos existe un módulo cerebral innato responsable del proceso inconsciente y automático que genera juicios sobre lo justo y lo incorrecto. Este módulo sería el responsable de las elecciones morales. Es una transferencia al terreno de la ética de los postulados de Noam Chomsky sobre la existencia de una gramática generativa alojada en los circuitos neuronales. De la misma manera, habría una gramática moral, una especie de instinto alojado en el cerebro que, a partir de principios inconscientes e inaccesibles, generaría juicios sobre lo permisible, lo prohibido, lo inequitativo y lo correcto. 

Desde luego el instinto (o la facultad) moral generaría en cada contexto cultural diferentes reglas y costumbres, de la misma manera en que se supone que el módulo cerebral del lenguaje genera diferentes lenguas en los individuos de acuerdo al lugar donde nacen y crecen. Pero el módulo impondría una misma estructura gramatical en todos los casos. Un libro de Marc Hauser, profesor de psicología en la Universidad de Harvard, ha popularizado esta interpretación. El instinto moral, sostiene, se ha desarrollado a lo largo de la evolución y se manifiesta en las intuiciones más que en los razonamientos que hacen los hombres. Estos instintos le dan color a nuestras percepciones y restringen los juicios morales. 

Sin embargo, Hauser no señala con precisión cuáles son los principios morales universales que están alojados en el órgano moral de nuestro cerebro, acaso debido a que cree que estos principios, «escondidos en la biblioteca de conocimientos inconscientes de la mente, son inaccesibles». En la misma línea, otro psicólogo, Steven Pinker, ha afirmado: «El sentido moral es un dispositivo, como la visión en estéreo o las intuiciones sobre los números. Es un ensamblaje de circuitos neuronales engarzados a partir de piezas más antiguas del cerebro de los primates y configurados por la selección natural para realizar un trabajo». Desde luego, no hay ninguna prueba científica de que estos módulos morales existan.




Roger Bartra
Investigador emérito, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.

Fotografías: Michael Vincent Manalo